La oficina estaba sumida en un silencio casi palpable, roto solo por el zumbido del aire acondicionado y el susurro de papeles. Yo, Daniel, me encontraba en mi escritorio, contemplando la insaciable hambre sexual de mi esposa, Clara. Ella, una mujer madura de belleza rubia y figura tonificada, siempre estaba lista para saciar sus deseos, pero mi propia lucha con la disfunción eréctil había dejado su pasión insatisfecha.
Clara vino a mi oficina ese día, su vestido ajustado acentuando cada curva, su mirada cargada de expectación. «Hoy necesito más,» había susurrado, y yo sabía que era hora de llevar a cabo nuestra fantasía más audaz.
Con un plan ya en mente, había convocado a ocho jóvenes del departamento de ventas, todos ellos previamente informados sobre nuestro acuerdo. «Quiero que Clara se sienta realmente satisfecha hoy,» les había dicho, y sus ojos se iluminaron con anticipación.
Cuando Clara entró en la sala de reuniones, los hombres la rodearon como si fuera una ofrenda a los dioses del placer. «Clara, esto es para ti,» dije, y con un beso en la mejilla, la entregué a sus deseos.
Los hombres no perdieron tiempo. La desnudaron con una mezcla de reverencia y urgencia, sus manos expertas descubriendo cada pulgada de su piel. «Tu coño es divino,» murmuró uno, mientras otro añadía, «Y tu culo está hecho para ser adorado.» Clara, ya excitada, se rindió a las caricias, su respiración acelerándose.
El primero en tomarla fue David, su polla dura encontró su coño con facilidad, llenándola mientras Clara gemía de placer. Los demás observaban, masturbándose, esperando su turno, pero algunos no pudieron contenerse. Uno se acercó por detrás, sus dedos lubricando su culo antes de que su polla se deslizara dentro, creando una sinfonía de penetración dual que hizo que Clara gritara de éxtasis.
Sexo se convirtió en una danza erótica; cada hombre exploraba su cuerpo, su coño y su culo recibiendo atención sin fin. Clara, en el centro de esta tormenta de lujuria, se dejó llevar, su cuerpo respondiendo con contorsiones y gemidos que llenaron la habitación. «Más, por favor, más,» suplicaba, su voz un eco de su deseo insaciable.
Uno de los hombres, Miguel, se arrodilló frente a ella, su boca encontrando su coño mientras otro seguía penetrando su culo. La combinación de lengua y polla la llevó a un clímax tras otro, cada uno más intenso, haciendo que su cuerpo temblara con el placer acumulado.
La escena era de pura decadencia. Clara, perdida en el placer del grup sex, se convirtió en el centro de un universo de deseo donde cada toque, cada embestida, era una nueva promesa de éxtasis. Los hombres la poseían en todas las posiciones posibles, su coño y su culo siendo adorados y llenados, su boca recibiendo pollas con una avidez que ninguno de ellos había contemplado antes.
Cuando el último de los hombres terminó, Clara estaba en un estado de euforia indescriptible, su cuerpo saciado como nunca antes. Me acerqué, besándola suavemente, agradecido por haber podido ofrecerle este regalo de liberación. Ella, con los ojos aún brillantes de deseo, susurró, «Esto fue… perfecto.»
Esa tarde en la oficina no solo fue un alivio físico para Clara; fue una exploración profunda de nuestros límites sexuales, una celebración del deseo en su forma más cruda y satisfactoria. Y aunque yo no había participado directamente en el acto, la visión de su placer me llenó de una satisfacción que no había conocido antes.
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