La noche había caído y la casa estaba envuelta en la quietud, solo perturbada por el susurro del aire cálido que se colaba por la ventana entreabierta. Yo, Laura, me encontraba sola en el salón, aguardando el regreso de mi esposo, Juan. Pero esta noche, la soledad no era mi única compañía. La expectativa de lo prohibido me llenaba de un deseo que palpitaba bajo mi piel.
La puerta se abrió con un crujido casi imperceptible, y los pasos que escuché no eran los de mi esposo. Era Pablo, el amigo de Juan, cuya presencia siempre me había provocado una mezcla de incomodidad y atracción. Su mirada era como un caricia oculta, que ahora, en la penumbra, se volvía más audaz.
Sin palabras, se acercó. Su mano, con una seguridad posesiva, se deslizó por mi cintura, atrayéndome hacia él. «Confía en mí,» susurró con una voz que prometía mil pecados. Cerré los ojos, sintiendo cómo una tela suave cubría mis ojos, sumergiéndome en una oscuridad que intensificaba cada otro sentido.
Sus dedos comenzaron a recorrerme, despertando cada nervio con su toque. Con audacia, deslizó sus manos bajo mi ropa, hasta encontrar mi «coño», acariciándolo con una pericia que me hizo estremecer. Su aliento caliente en mi cuello prometía más, mucho más.
Entonces, sus labios encontraron los míos en un beso que hablaba de hambre y control. Sentí su «polla», dura y ansiosa, presionarse contra mí, prometiendo llenar el vacío que había sentido toda la noche.
Con un susurro de deseo, me guió hacia la mesa. Mi cuerpo, ahora desnudo, se arqueaba contra la fría superficie mientras sus manos calientes exploraban cada rincón. Introdujo su «polla» en mi «coño» con una lentitud que me torturaba, cada movimiento era una declaración de posesión. Sus embestidas eran una mezcla de fuerza y sutileza, llevándome al borde del éxtasis una y otra vez.
El clímax me golpeó como una ola, mi cuerpo cediendo al placer bajo la oscuridad de mi vendaje. Cuando finalmente se retiró, me dejó temblando, satisfecha, con la respiración entrecortada. «Gracias,» murmuró, y con la misma suavidad con la que había llegado, desapareció, dejándome sumida en una satisfacción y un vacío que solo él había podido llenar y dejar vacante.
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