¡Mi esposo me ofreció a su mejor amigo y nos observó!


La noche estaba envuelta en un silencio casi palpable, solo roto por el suave murmullo de la música de fondo. Yo, Ana, estaba nerviosa, mi corazón latía con fuerza en mi pecho, anticipando lo que vendría. Mi esposo, Carlos, había compartido conmigo su fantasía más oscura y, tras muchas noches de conversaciones cargadas de deseo, había llegado el momento de hacerla realidad.

La puerta se abrió con un clic apenas audible, y entró Miguel, el mejor amigo de Carlos. Su presencia llenó la habitación con una energía que no podía describirse sino como el preludio de lo inevitable. Carlos, con una sonrisa que mezclaba deseo y orgullo, se acercó a mí y, sin palabras, deslizó una venda sobre mis ojos, sumergiéndome en una oscuridad sensual.

«Relájate, mi amor,» susurró Carlos mientras sus dedos recorrían mi espalda, dejando un rastro de piel erizada. Sentí a Miguel acercarse, su respiración cálida en mi cuello, su olor envolviéndome. La anticipación se convirtió en un nudo en mi estómago cuando las manos de Miguel, diferentes pero igualmente seguras, comenzaron a explorar mi cuerpo, encontrando el camino hacia mi ropa, desabrochándola con una lentitud torturante.

Mi «coño» palpitaba de anticipación, cada toque de sus dedos enviaba descargas eléctricas a través de mí. Carlos, aún con el control, me guió hacia la cama, donde me recosté, el corazón ahora con un ritmo frenético. Miguel, sin prisa, comenzó a besarme, sus labios reclamando los míos con una urgencia que me hizo olvidar todo menos la sensación de ser deseada.

Carlos se sentó en una silla cercana, sus ojos sobre nosotros, observándonos con una intensidad que solo aumentaba mi excitación. Miguel se arrodilló entre mis piernas, su «polla» dura y palpitante, rozando mi entrada. «Estás lista,» murmuró, y yo asentí, incapaz de hablar, solo deseando sentirlo dentro de mí.

Con un movimiento fluido, Miguel se introdujo, su «polla» llenando mi «coño» con una precisión que me obligó a morder mi labio para sofocar un gemido. Cada embestida era un viaje al borde del placer, su ritmo aumentando, llevándome más y más alto.

Carlos, con la respiración agitada, se acercó más, sus manos acariciando mi cuerpo mientras Miguel me poseía. «Estás hermosa así,» dijo Carlos, su voz gruesa con deseo.

El ritmo de Miguel se intensificó, su «polla» deslizándose dentro de mí con una ferocidad que me hizo perder todo control. Mis gemidos se mezclaron con los de él, llenando la habitación con los sonidos de nuestro deseo cumplido. Cuando el clímax me golpeó, fue como una ola que me llevó lejos, lejos de todo, solo para regresar a la realidad envuelta en los brazos de Miguel, con Carlos susurrando palabras de amor y deseo en mi oído.

Esa noche, en la penumbra de nuestro deseo compartido, descubrí una nueva dimensión de placer, una donde las fronteras del amor y la amistad se difuminaban, donde cada «mierda» era una declaración de liberación y unión.


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